Nosotros-Yevgueni Zamiatin




NOSOTROS (1921)
Yevgueni Zamiatin




Título original: We
Traducción: Juan Benusiglio


Anotación número 1.

SÍNTESIS: Una reseña periodística. El escrito más inteligente. Un poema.


Dentro de ciento veinte días quedará totalmente terminado nuestro primer avión-cohete Integral. Pronto llegará la magna hora histórica en que el Integral se remontará al espacio sideral. Un milenio atrás, vuestros heroicos antepasados supieron conquistar este planeta para someterlo al dominio del Estado único. Vuestro Integral, vítreo, eléctrico y vomitador de fuego, integrará la infinita ecuación del Universo. Y vuestra misión es la de someter al bendito yugo de la razón todos aquellos seres desconocidos que pueblen los demás planetas y que tal vez se encuentren en el incivil estado de la libertad. Y si estos seres no comprendieran por las buenas que les aportamos una dicha matemáticamente perfecta, deberemos y debemos obligarles a esta vida feliz. Pero antes de empuñar las armas, intentaremos lograrlo con el verbo.
En nombre del Bienhechor, se pone en conocimiento de todos los números del Estado único:
Que todo aquel que se sienta capacitado para ello, viene obligado a redactar tratados, poemas, manifiestos y otros escritos que reflejen la hermosura y la magnificencia del Estado único.
Estas obras serán las primeras misivas que llevará el Integral al Universo.
¡Estado único, salve! ¡Salve, Bienhechor!... ¡Salve, números!
Con las mejillas encendidas escribo estas palabras. Sí, integraremos esta igualdad, esta ecuación magnífica, que abarca todo el cosmos. Enderezaremos esta línea torcida, bárbara, convirtiéndola en tangente, en asíntota. Pues la línea del Estado único es la recta. La recta magnífica, sublime, sabia, la más sabia de todas las líneas.
Yo, el número D-503, el constructor del Integral, soy tan sólo uno de los muchos matemáticos del Estado único. Mi pluma, habituada a los números, no es capaz de crear una melodía de asonancias y ritmos. Solamente puedo reproducir lo que veo, lo que pienso y, decirlo más exactamente, lo que pensamos NOSOTROS, ésta es la palabra acertada, la palabra adecuada, y por esta razón quiero que mis anotaciones lleven por título NOSOTROS.
Estas palabras son parte de la magnitud derivada de nuestras vidas, de la existencia matemáticamente perfecta del Estado único. Siendo así, ¿no han de trocarse por sí solas en un poema? Sí han de trocarse en un poema. Lo creo y lo sé.
Escribo estas líneas y las mejillas me arden. Experimento con toda claridad un sentimiento acaso análogo al que debe de invadir a una mujer cuando se da cuenta, por primera vez, del latido cardíaco de un nuevo y aún pequeñísimo ser en su vientre. Esta obra - que forma parte de mí, y sin embargo yo no soy ella - durante muchos meses habré de nutrirla con la sangre de mis venas, hasta que pueda darla a luz entre dolores y brindarla luego al Estado único.
Pero estoy dispuesto, como cualquiera de nosotros, o casi cada uno de nosotros.


Anotación número 2.

SÍNTESIS: La danza. La armonía cuadrada. X.


Estamos en primavera. Desde la salvaje lejanía, desconocida al otro lado del Muro Verde, el viento trae el polen de las flores. Este polvillo dulzón reseca los labios - a cada instante es menester humedecerlos con la lengua - y todas las mujeres que se cruzan conmigo tienen los labios dulces (los hombres también). Esta circunstancia aturde nuestro cerebro.
¡Y qué cielo! Azul intenso, sin la menor sombra de nubes (¡qué mal gusto debieron de tener nuestros antepasados, si aquellas masas de vapor, deformes, burdas y tontas, eran capaces de emocionar a sus poetas!). Me gusta un cielo estéril, rigurosamente puro. Y no solamente me gusta a mí, sino que estoy seguro de que todos amamos este cielo. Todo este mundo ha sido construido en el vidrio eterno, irrompible, que forma el Muro Verde y, también, nuestros edificios. En nuestra Era se ve la azulada profundidad de las cosas, se adquiere una magnitud inédita en ellas y observamos unas ecuaciones maravillosas, que se pueden descubrir en lo más cotidiano, hasta en lo más vulgar.
Esta mañana, por ejemplo, estuve en la factoría donde se construye el Integral. De pronto mi mirada se fijó en las máquinas. Con los ojos cerrados, como abstraídas, giraban las bolas de los reguladores. Las relucientes palancas se inclinaban a derecha e izquierda, el balanceo era soberbio en los ejes, el puntero de la máquina taladradora crujía al son de una música imperceptible. Entonces se me reveló la hermosura de aquella danza en las máquinas inundadas de la azulada luz solar.
Luego me pregunté casi involuntariamente: «¿Por qué es hermoso todo esto? ¿Por qué es bella la danza?» La respuesta fue: «Es un movimiento regulado, no libre, porque su sentido más profundo es la sumisión estética perfecta, la idealizada falta de libertad. Si es cierto que nuestros antepasados, en los instantes de mayor entusiasmo, se abandonaban a la danza (en los misterios religiosos, en los desfiles militares), este hecho puede significar tan sólo: el instinto de no ser libre es innato en el hombre, y nosotros, en nuestra existencia actual, lo hacemos conscientemente...» Me interrumpen: en mi numerador se ha abierto una casilla. Alzo la visita: «Claro, es O-90, dentro de medio minuto llegará aquí, viene a buscarme para dar juntos un paseo».
¡La querida O! Desde el principio me di cuenta de que su aspecto está de acuerdo con su nombre, tiene diez centímetros menos de estatura de lo corriente; es totalmente curvada, como si estuviera torneada, y cuando habla su boca es una O sonrosada. En las muñecas tiene profundos hoyuelos, como los niños.
Cuando llegó a mi habitación, el volante de la lógica oscilaba todavía en mi interior y la fuerza de la inercia me hizo hablar a O de aquella fórmula que acababa de descubrir, la fórmula que abarca a todo y a todos: seres inteligentes, máquinas y danza.
- Es maravilloso, ¿verdad? - le dije.
- ¡Sí, es maravillosa la primavera! - me contestó O con una sonrisa radiante.
La primavera..., habla de la primavera. ¡Qué absurdas son estas mujeres!, pensé. Pero no dije nada.
Luego, la calle. La avenida estaba repleta de vida bulliciosa. Cuando hace un tiempo tan bueno, solemos aprovechar nuestra hora de asueto, después de la comida, para dar un paseo de compensación. Como siempre, sonaba por todos los altavoces de la fábrica el himno nacional del Estado único. En filas de a cuatro, los números marchaban al compás de las solemnes melodías... Centenares, millares, todos en sus uniformes gris metálico, con la insignia dorada en el pecho: con el número que nos ha sido asignado por el Estado, el que llevamos. Y ya los cuatro de esta hilera somos tan sólo una ola de las incontables en esta gran riada.
A mi izquierda marchaba O-90 (si uno de mis peludos antepasados hubiese escrito estas anotaciones mil años atrás, tal vez habría dicho «mi O-90»); a la derecha otros dos números que no conocía, uno femenino y el otro masculino.
Una felicidad brillante lo llena todo, la del cielo azul, las insignias doradas centellean como soles minúsculos, no se ve ni un solo rostro sombrío, en todas partes no hay más que luz, todo parece tejido con una materia luminosa, radiante. Y los compases metálicos: tra-ta-ta-tam, tra-ta-ta-tam, son los escalones de cobre bañados por el sol, y por cada escalón se sube hacia arriba, más arriba, en pos del azul.
De pronto volví a ver todas las cosas igual que las había visto esta mañana en la factoría. Tuve la sensación de que cuanto me rodeaba lo veía por primera vez: las avenidas rectas como una regla, el reflejo del cristal en el pavimento de la calle, los grandes cubos rectilíneos de las viviendas transparentes, la armonía cuadrada de las huestes en sus pelotones, marchando al compás. No había sido necesario el paso de las generaciones: yo solo había vencido al viejo Dios y a la antigua existencia. Yo solo lo había conseguido todo y me sentía como una torre; no osaba mover los codos para que los muros, las cúpulas y las máquinas no se derrumbasen y se hicieran añicos.
Y en el instante siguiente... un salto a través de los siglos, desde el más al menos. Me acordé de determinado cuadro en el museo (se trataba de una asociación de contrastes): una calle del siglo XX, una policroma confusión de hombres, engranajes, animales, pasquines, árboles, colores y pájaros... ¡Y aquello había existido realmente! Me pareció tan inverosímil y absurdo, que no pude dominarme, y prorrumpí en una sonora carcajada. En seguida me devolvió el eco... una risa a mi diestra. Miré hacia la derecha y vi unos dientes blanquísimos y también agudos en el rostro de una mujer que me era desconocida.
- Perdone - me dijo -, pero ha estado usted contemplando esto, tan embelesado como un dios de la mitología en el séptimo día de la creación. Da la impresión de estar convencido de que es usted el que me ha creado. Esto es muy halagador para mí.
Dijo todo esto con absoluta serenidad, casi con respeto (tal vez sabía que soy el constructor del Integral). Y, sin embargo..., en sus ojos o tal vez en sus cejas había una X extrañamente excitante; no supe captar a esta desconocida, me era imposible expresarla en números matemáticos.
Me sentí muy azorado e intenté en mi aturdimiento fundamentar lógicamente mi risa. Hablé del contraste, del abismo infranqueable entre el presente y el pasado.
- ¿Por qué ha de ser infranqueable ese abismo? - me interrumpió ella. ¡Qué blancos eran sus dientes! -. Se puede tender un puente encima. Imagínese: tambores, batallones, hombres en fila, en formación... todo esto existió también entonces, de modo que... ¿No lo ve? - exclamó entusiasmada. (¡Qué extraña telepatía: ella utilizaba las mismas palabras que yo había anotado en mi parte antes de emprender el paseo!)
- Mire - le dije -, tenemos las mismas ideas. Ya no somos, pues, unos seres individuales, sino que cada uno de nosotros es uno entre muchos. Nos parecemos el uno al otro tanto...
- ¿Está usted seguro?
Sus cejas enarcadas formaron un agudo ángulo en dirección a la nariz; así tenía el aspecto de una incógnita, de una X de trazos precisos, y esta circunstancia me inquietó de nuevo. Miré hacia la derecha, a la izquierda y nuevamente a la derecha..., donde marchaba ella, esbelta, nervuda, ágil y cimbreante como una caña de bambú, I-330 (solamente ahora me di cuenta de su número), a mi izquierda andaba O, que era totalmente distinta de ella, hecha al parecer tan sólo de círculos y curvas, y al final de nuestra fila iba un número masculino que desconocía... Éste marchaba doblemente encorvado, como una S. Ninguno de los cuatro se parecía al otro. Los cuatro eran ¡distintos entre sí!...
I-330 había captado, por lo visto, mi distraída mirada, pues exclamó suspirando: ¡Ay-ay-ay!
Y este «ay-ay-ay» era, desde luego, acertado, pero de nuevo había algo en sus facciones y en su voz que me...
Por esto le respondí con voz severa:
- Nada de ay-ay-ay. La ciencia progresa y está totalmente claro que, aun cuando no ahora, dentro de cincuenta o cien años...
- ...Que entonces todos tendremos la misma nariz...
- Sí, la misma nariz - corroboré casi gritando -, pues la diferenciación de los apéndices nasales es motivo de envidia... Si yo tengo una nariz de patata, y otro...
- Pero ¿qué quiere? Su nariz es verdaderamente clásica, como solía decirse en otros tiempos. Pero ¿y sus manos?... Eso, enséñeme sus manos. Vamos, enséñemelas, ¿quiere?
No puedo soportar que me miren las manos. Son tan velludas, están cubiertas de un espeso vello. Y esto es un atavismo loco. Le tendí mis manos y dije con un tono que quería aparentar indiferencia:
- Manos de mono.
Ella las contempló y luego su mirada se clavó en mi rostro.
- ¡Vaya, sí que es un conjunto interesante!
Me midió con una ojeada calculadora y enarcó nuevamente las cejas.
- Está registrado para mí - sonó la voz meliflua y henchida de orgullo de la sonrosada boca de O.
Habría hecho mejor callándose: su observación sobraba. Además... cómo diría yo..., hay algo que no funciona bien referente a la rapidez de su lengua. La vertiginosa rapidez de la lengua siempre ha de ser algo menor que la infinitesimal del pensamiento; de lo contrario constituye un grave defecto.
Desde la torre de los acumuladores, al final de la avenida, el reloj sonoro anuncia las cinco. La hora del asueto había terminado. I-330 se marchó con su número masculino y que semeja una S. Éste tiene un rostro que infunde respeto y que me parece conocer. Sin embargo, no puedo recordar dónde le tengo visto, es seguro que me he cruzado con él en alguna parte. Al decir adiós. I me sonrió enigmáticamente.
- Mañana puede echar un vistazo al auditorio 112 - me dijo.
Me encogí de hombros:
- Si me dan la orden, es decir..., para el auditorio que acaba de citar...
Pero, con una certeza incomprensible, I-330 me respondió:
- Recibirá la orden.
Esta mujer me causó el mismo efecto desagradable que un miembro irracional, insoluble, surgido impensadamente en medio de una ecuación; sentí alivio y hasta alegría al poder estar todavía unos minutos a solas con la querida O. Con los brazos enlazados fuimos andando hasta el cruce de la cuarta manzana. En aquella esquina, ella había de girar hacia la izquierda y yo a la derecha.
- Hoy iría con mucho gusto a su casa, para bajar las cortinas. Precisamente hoy, ahora, en este mismo instante... - dijo O, y me miró tímidamente con sus grandes ojos azules.
¿Qué podía responderle? Ayer había estado en mi casa, y ella sabía como yo que nuestro próximo día sexual no sería hasta pasado mañana. Su lengua volvía a ser más rápida que sus pensamientos; lo mismo que la prematura explosión (a veces tan perjudicial) de un motor.
Como despedida la besé dos veces; no, quiero ser absolutamente exacto: la besé tres veces en aquellos párpados que cubren sus ojos maravillosamente azules, no enturbiados por la menor nube.


Anotación número 3.

SÍNTESIS: La falda. El muro. La tabla de las leyes.


He releído mis anotaciones de ayer, y saco la impresión de no haberme expresado con absoluta claridad. Para nosotros los números, todo resulta tan claro como el agua. Pero, quién sabe, tal vez ustedes, los desconocidos lectores a quienes el Integral ha de llevar mis anotaciones, han leído el gran libro de la civilización sólo hasta la página en que se detuvieron nuestros antepasados de hace novecientos años. Si es así, puede que no conozcan siquiera unas cosas tan elementales como la Tabla de las Leyes de horas: las horas de asueto personal, la norma matriz, el Muro Verde ni tampoco al Bienhechor. Me resulta ridículo, y al mismo tiempo muy difícil, explicarles todo esto. Igual le podía pasar a un escritor, digamos por ejemplo del siglo XX, si tuviera que explicar en su novela lo que es una falda, un piso vivienda y una esposa. Si su libro fuese traducido para ciertos pueblos salvajes, no podría pasar tampoco sin unas aclaraciones marginales respecto a palabras como, por ejemplo, falda.
Cuando el salvaje leyera falda, pensaría seguramente: «¿Para qué sirve eso? No puede ser más que una carga, una molestia». Creo que también ustedes se extrañarán si les digo que desde la Guerra de los Doscientos Años, nadie de nosotros ha visitado las regiones de más allá del Muro Verde.
Pero, estimado lector, trate de reflexionar sólo unos instantes: toda la historia que conocemos de la humanidad es la historia de la transición del estado nómada a un sedentarismo progresivo. De ello se deduce que la forma vital del sedentarismo más estable y persistente (la nuestra) es también la más perfecta.
Solamente en tiempos remotos, cuando existían todavía las naciones, las guerras y el comercio, cuando se descubrió más de una América, los hombres solían trasladarse sin sentido alguno, sin una razón, de un extremo al otro del mundo. ¿Pero para qué? ¿Quién precisa de ello en la actualidad?
Confieso que la costumbre de este sedentarismo no se consiguió en seguida ni sin esfuerzo. Durante la Guerra de los Doscientos Años, cuando todas las carreteras quedaron destruidas y cubiertas por la vegetación, había de ser bastante desagradable tener que residir en unas ciudades separadas e incomunicadas entre sí por unos desiertos selváticos. Pero ¿qué importancia podía tener esto?
Al perder el hombre su cola de mono, también debió de costarle el sacudiese de encima las moscas sin este medio auxiliar. Al principio seguramente debía de considerarse muy desdichado sin ella. Seguro que la echó dolorosamente de menos. Ahora, en cambio..., ¿podría usted imaginarse a sí mismo con una cola? ¿O caminando desnudo por la calle, o sin falda? (Pero a lo mejor la lleva todavía.) A mí me sucede lo mismo: no puedo imaginarme ninguna ciudad sin el Muro Verde, y ninguna vida sin la indumentaria prescrita por la Tabla de las Leyes.
La Tabla de las Leyes: desde la pared de mi cuarto sus letras de púrpura sobre fondo de oro me contemplan con ojos benignamente severos. Involuntariamente se me ocurre pensar en lo que los antiguos llamaron el icono y quisiera escribir versos o rezar (lo que al fin de cuentas es lo mismo). ¡Oh!, ¿por qué no seré poeta, para ensalzarte dignamente, oh Tabla de las Leyes, tú, que eres el corazón y el pulso del Estado único?
Todos nosotros (quizá también ustedes) hemos leído ya en la edad escolar el más voluminoso de todos los monumentos conservados de la antigua literatura: La guía de los ferrocarriles. Compárenla por un instante con la Tabla de las Leyes, y observarán que aquélla es como el grafito y ésta es como el diamante (¡hay que ver cómo luce el diamante!), y, sin embargo, ambos, el diamante y el grafito, proceden del mismo elemento C: el carbono; sin embargo, qué transparente y claro es el diamante y cómo brilla.
Seguramente ustedes se quedarán exhaustos al recorrer las páginas de la guía-itinerario. La Tabla de las Leyes de horas, sin embargo, convierte a cada uno de nosotros en el héroe de acero de seis ruedas, en el héroe del gran Poema. Cada mañana, nosotros, una legión de millones, nos levantamos como un solo hombre, todos a una misma hora, a un mismo minuto. Y a un mismo tiempo, todos, como un ejército de millones, comenzamos nuestro trabajo y al mismo instante lo acabamos.
Y así, fusionados, en un solo cuerpo de millones de manos, llevamos todos al unísono, en un segundo determinado por la Tabla de las Leyes, la cuchara a los labios, y al mismo segundo paseamos, nos reunimos en torno a los ejercicios de Taylor en los auditorios y nos acostamos...
Quiero ser absolutamente sincero: la solución absoluta, definitiva, del problema dicha, es decir, de la felicidad no la hemos hallado aún: dos veces por día, de las 16 a las 17 horas y de las 21 hasta las 22 horas, el gigantesco organismo se divide en células individuales... Éstas son las horas fijadas por la Tabla de las Leyes para el asueto personal, las horas personales. Durante estas horas usted podrá observar el siguiente panorama: unos están sentados en sus habitaciones, detrás de las cortinas cerradas, otros pasean al compás metálico de la marcha por las avenidas y otros aún están detrás de sus escritos, como yo en estos instantes. Pero creo..., no importa que me llamen un idealista o un fantasioso; creo firmemente que cierto día, tarde o temprano, hallaremos también un lugar para estas horas en la fórmula general, y que entonces la Tabla de las Leyes abarcará la totalidad de los 86.400 segundos del día.
He leído y oído muchas cosas inverosímiles de aquellos tiempos en que los hombres, todavía en libertad, vivían sin estar organizados, como los salvajes. Pero siempre me resultó incomprensible que el Estado, por imperfecto que fuese, pudiera tolerar que las gentes viviesen sin unas leyes comparables a las de nuestra Tabla de las Leyes: sin unos paseos obligatorios, sin unas horas de comida exactamente fijadas; que se levantaran y se acostasen cuando quisieran; algunos historiadores cuentan, incluso, que entonces las farolas permanecían encendidas en las calles durante toda la noche y que las gentes merodeaban por la ciudad hasta que se cansaban.
Me resulta imposible concebirlo. Por limitada que fuese su inteligencia, habían de darse cuenta de que esta clase de vida era un suicidio, un suicidio lento. El Estado (la humanidad) prohibía matar a una persona, y en cambio no prohibía asesinar a millones de ellas. Matar una significa reducir en 50 años la suma de todas las existencias humanas, y esto es un delito, pero reducir la misma suma en 50 millones de años no lo era. ¿No resulta ridícula esta manera de pensar?
Cualquier vulgar número de nuestro Estado, aunque sólo tenga diez años de edad, es capaz de resolver este problema moral-matemático en medio minuto. Ellos, en cambio, no fueron capaces de resolverlo, ni siquiera todos sus Kant (porque ninguno de estos Kant caía en la cuenta de crear un sistema de ética científica, es decir, de una ética que se basa en la sustracción, la adición, la división y la multiplicación).
¿No resulta absurdo que el Estado de aquellas épocas (¡y aquel conglomerado osaba llamarse Estado!) tolerara la vida sexual sin el menor control? Los hombres podían divertirse en el momento que se les antojara y engendraban hijos de la misma forma irracional que los animales, con ciego placer, sin preocuparse de las doctrinas de la ciencia.
¿No es ridículo? Conocían la horticultura, la avicultura y la piscicultura (tenemos unas fuentes históricas de absoluta autenticidad) y, sin embargo, no fueron capaces de escalar el último peldaño de esta escala lógica: la puericultura. No haber pensado nuestras Normas Maternas y Paternas. Todo cuanto he escrito hasta ahora suena tan inverosímil que usted, querido lector, tal vez me juzgue un bromista de mal gusto. Pensará que le quiero tomar el pelo y que digo las más descabelladas tonterías con gesto sereno y grave.
Le aseguro, en primer lugar, que no soy capaz de bromear: el chiste, la broma, es una expresión poco clara, y, por lo tanto, una mentira, y, en segundo lugar, la ciencia del Estado único afirma que la existencia de nuestros antepasados era así y no de otro modo; la ciencia del Estado único no puede equivocarse, pero, ¿cómo habría podido adquirir la humanidad, si vivía en libertad igual que los animales, que los monos, en manadas, la lógica estatal? ¿Qué se podía, pues, esperar de ella, si incluso en nuestros días se oye, procedente de algún lugar profundo del abismo, el salvaje eco del griterío de los monos?
Por fortuna lo oímos muy contadas veces. Y afortunadamente ejercen sobre nosotros sólo unos efectos nocivos pequeños e insignificantes, que podemos eliminar fácilmente, sin interrumpir ni detener el movimiento eterno de toda la máquina. Cuando tenemos que eliminar un punzón torcido... entonces recurrimos a la mano firme, fuerte y hábil del Bienhechor y a la aguda mirada del Protector... Además, ahora me acuerdo: aquel número de ayer, parecido a una S, lo he visto salir alguna vez del Departamento Protector. Ahora comprendo por qué involuntariamente sentí respeto por él y también la razón de por qué me quedé inhibido y molesto cuando la extraía I-330 en su presencia dijo... Debo confesar que esta I...
Tocan para el retiro, el descanso nocturno: son las 22,30. Hasta mañana.


Anotación número 4.

SÍNTESIS: El salvaje y el barómetro. Epilepsia. Si...


Hasta el día de hoy, en mi existencia reinaba una absoluta claridad (no es casual que tenga una determinada preferencia por la palabra claro). Hoy, en cambio... no puedo concebirlo.
Primeramente he recibido, en efecto, la orden de ir al auditorio 112, tal como ella dijo. A pesar de que la probabilidad para ella era tan sólo en una proporción de un 1.500/10.000.000 = 3/20.000 (1.500 el número de los auditorios, 10.000.000 la cifra total de los números). Y luego... Pero quiero narrarlo todo sin alterar el orden.
El auditorio: una semiesfera gigantesca de grueso vidrio iluminada por el sol. Muchas cabezas, rasuradas rigurosamente, redondas como bolas. Miré algo aturdido a mi alrededor. Recuerdo que buscaba en algún lugar, por encima de las azuladas olas de los uniformes, una medialuna sonrosada, los queridos labios de O.
Y allí vi... una hilera de dientes muy blancos, afilados de no se quien como los de... No, no son esos. Esta noche, a las 21 horas vendrá O a mi casa; el deseo de verla ahí era, pues, completamente natural.
Sonó un timbre. Nos levantamos de los asientos, entonamos el himno del Estado único y encima del estrado comenzó a hablar el dorado y reluciente altavoz del inteligente fonolector:
«Distinguidos números: Hace poco tiempo que los arqueólogos han encontrado un libro del siglo XX. En él, el irónico autor narra la historia del salvaje y del barómetro. El salvaje había observado que cuando el barómetro señalaba lluvia, llovía realmente. Como el salvaje quería que lloviera, comenzó a sacar mercurio, eliminándolo de la columna, hasta que el barómetro señaló lluvia.»
En la pantalla se vio a un salvaje con adorno de plumas que estaba extrayendo el mercurio del barómetro... Se oyeron carcajadas.
«Ustedes se ríen, pero ¿no creen que el europeo de aquella época era mucho más ridículo que este salvaje? El europeo deseaba también la lluvia, pero ¡qué impotente era frente al barómetro! El salvaje, en cambio, poseía valor, energía y lógica, aunque fuera una lógica primitiva: se dio cuenta de que existe una relación entre causa y efecto. Al sacar el mercurio, daba el primer paso por aquel largo camino que nosotros...»
Aquí (y repito ahora que en estas anotaciones quiero decir la completa verdad), aquí de pronto me convertí en impermeable o, para decirlo de otro modo, impenetrable para los tonificantes fluidos que brotaban del altavoz. De pronto me pareció descabellado haber acudido allí (pero ¿por qué descabellado? ¡Tenía que venir, puesto que había recibido la orden!). Todo me pareció hueco y vacío. Con gran esfuerzo conseguía volver a concentrarme, cuando el fonolector pasó al tema principal, a nuestra música, a la composición matemática (las matemáticas son la causa, y la música su efecto), para describir el musicómetro recientemente inventado.
«...Se gira simplemente este botón, lo cual posibilita la composición de hasta tres sonatas en una hora. ¡Hay que ver qué esfuerzo requería esto para nuestros antepasados! Eran capaces de componer tan sólo si se ponían en trance de inspiración, es decir, en un estado patológico de «entusiasmo», que no es más que una forma de epilepsia. Quiero brindarles ahora un ejemplo extraordinariamente cómico de lo que eran capaces de producir entonces. Oirán música de Skriabin, siglo XX. Este cajón negro - el telón en el escenario se abrió y pudimos ver un anticuado instrumento musical -, a este cajón lo llamaban entonces «piano de cola», lo que corrobora nuevamente hasta qué extremo la música...»
He olvidado lo que dijo luego, seguramente porque... bueno, quiero confesarlo francamente, porque ella, I-330 se dirigió hacia el piano de cola. Posiblemente me aturdió su inesperada aparición en el escenario.
Llevaba un extraño conjunto tal como debía de ser moda entonces: un vestido negro, muy ceñido al cuerpo. El color negro acentuaba la blancura de los hombros desnudos y del tórax con la sombra cálida y vacilante entre ambos senos... y sus dientes se destacaban radiantemente blancos, casi perversos...
Nos sonrió. Era una sonrisa severa y mordaz. Luego se acomodó en el asiento y comenzó a tocar. La música era exaltada, salvaje y confusa, como todo cuanto procede de aquella época... carente del racionalismo de lo mecánico. Y todos cuantos estaban sentados con razón reían. Tan sólo unos pocos... Pero... ¿por qué también yo... yo?
Sí, sí. La epilepsia es una enfermedad mental, un dolor, un dolor de quemazón dulce, como un mordisco, y yo quiero que penetre más profundamente en mi interior, para sentirlo todavía con mayor intensidad. Y entonces, lentamente, nace el sol. No el nuestro, con su resplandor azul cristalino y uniforme que penetra a través de nuestras paredes de cristal. No, sino un sol salvaje, incontenible, inquieto, abrasador... Ya nada queda de mí... Todo yo me deshago en pequeños jirones.
El número a mi izquierda me miraba sonriente. Aún recuerdo que de sus labios pendía una diminuta burbuja de saliva y que ésta finalmente reventó. Aquella burbujita me hizo volver a la realidad. Volví a sentirme dueño de mí mismo.
Al igual que todos los demás distinguí ya tan sólo el murmullo confuso y atronador de las cuerdas. Reí y todo se volvió súbitamente sencillo y simple. ¿Qué había sucedido? Nada más que lo siguiente: el fonolector había resucitado aquella época incivilizada. ¡Qué placer hallamos al oír de nuevo nuestra música contemporánea! (la tocaron al final como contraste).
Las escalas cristalinas, cromáticas de series melódicas fusionándose y desgranándose infinitamente, los acordes de las fórmulas de Taylor y de MacLaurin, las graves cadencias de los cuadrados de las hipotenusas pitagóricas, las graves y melancólicas melodías de unos movimientos rítmicos decrecientes. ¡Qué digna magnificencia! ¡Cuánta regularidad inalterable! Y cuán miserable resultaba, en comparación, la música caprichosa, volcada solamente en salvajes fantasías, de nuestro antepasados.
Como de costumbre, todos salieron por la puerta del auditorio en formaciones de a cuatro. Una silueta, ya no desconocida para mí, doblemente encorvado, se cruzó conmigo rápidamente, saludé respetuoso.
Al cabo de una hora O vendría a verme. Me embargaba un estado de excitación agradable y al mismo tiempo útil. En casa me dirigí inmediatamente a la administración de la vivienda, exhibí mi billete rosa y así me dieron la autorización para cerrar los cortinajes. Este derecho se nos concede únicamente los días sexuales. Habitamos siempre en nuestras casas transparentes que parecen tejidas de aire, eternamente circundadas de luz. Nada tenemos que ocultar el uno al otro y, además, esta forma de vivir facilita la labor fatigosa e importante del Protector.
Pues si así no fuese, ¡cuántas cosas podrían suceder! Precisamente las moradas extrañas e impenetrables de nuestros antepasados pueden haber sido la causa de que se originara aquella miserable «psicología de jaula»: «Mi casa es mi fortaleza». A las 22 horas corrí los cortinajes y en el mismo y preciso instante entró O en mi cuarto. Venía algo jadeante y me ofreció su boquita rosada y también su boleto rosa. Arranqué el talón... y luego...
Únicamente en el último instante, a las 22.15, me separé de los labios rosados.
Le enseñé mis anotaciones y comenté la belleza del cuadrado, del cubo y de la recta, expresándome en forma concisa y rebuscada. Me escuchó en silencio y de pronto brotaron unas lágrimas de sus ojos azules que cayeron sobre mi manuscrito (página 7). La tinta se quedó aguada y la letra borrosa. Tendré que volver a escribir la página.
- Querido D, ojalá usted quisiera... si...
- Pero... ¿qué?
Otra vez la misma historia: quiere un hijo. O tal vez sea algo nuevo, porque... Claro está que..., pero no puede ser; resultaría demasiado descabellado.


Anotación número 5.

SÍNTESIS: El cuadrado. Los amos del mundo. Una acción agradablemente funcional.


De nuevo me explico de modo poco claro, nuevamente hablo con usted, mi querido lector, como si fuese... bueno, digamos por ejemplo mi antiguo compañero de estudio, el poeta de los abultados labios negros, al que todos conocen.
Usted, en cambio, vive en la Luna, en Venus, en Marte o en Mercurio, y quien sabe qué personalidad tiene y dónde estará.
Para entenderme debe imaginarse un cuadrado, un cuadrado hermoso, lleno de vida. Y que éste le ha de contar algo de sí mismo, es decir, de su propia existencia. Mire, al cuadrado jamás se le ocurriría contarle algo acerca de sí mismo, ni que sus cuatro lados son exactamente iguales, puesto que de tanto saberlo ni siquiera se le haría evidente; lo consideraría una cosa demasiado lógica. Y yo me encuentro durante todo este tiempo en la misma situación. Hablemos, por ejemplo, de los billetes o talones rosas y de todo cuanto se relaciona con ellos: para mí, éstos resultan tan normales como los cuatro lados del cuadrado. En cambio, a ustedes les parecerá este asunto más complicado que el binomio de Newton.
Pues escúchenme. Cierto filósofo antiguo dijo (claro que por casualidad) una sentencia realmente inteligente: «El amor y el hambre rigen el mundo». Ergo: para dominar el mundo, el hombre ha de vencer a los dominadores del mundo. Nuestros antepasados han pagado un precio muy alto para acabar con el hambre, y con esto me refiero a la Guerra de los Doscientos Años, la guerra entre la ciudad y el campo.
Probablemente los salvajes debieron de aferrarse tercamente a su pan, tan sólo por unos prejuicios religiosos (esta palabra se utiliza hoy solamente como una metáfora, pues la composición química de esta materia no la hemos descubierto). Pero treinta y cinco años antes de la fundación del Estado único, se inventó nuestra actual alimentación a base de nafta. Claro que solamente había subsistido un 0,2% de toda la población de la Tierra. Pero para nosotros, los supervivientes de la faz de la tierra purificada y limpia del polvo milenario, irradiaba un resplandor nuevo e insospechado, y este 0,2% pudo gozar la dicha del paraíso del Estado único.
No es necesario dar explicaciones al respecto: ni decir que la dicha y la envidia sean el numerador y denominador de aquella fracción llamada felicidad. ¿Qué significado habrían tenido los incontables sacrificios de la Guerra de los Doscientos Años, si en nuestra existencia hubiese todavía motivos para sentir envidia?
Y, sin embargo, ésta aún existe, ya que siguen habiendo «narices botón» y «narices clásicas» (recuerdo ahora la conversación de nuestro paseo), y muchos luchan por el amor de una persona, en tanto que no se preocupan de la existencia de las demás.
Después de haber vencido el Estado único al hambre, comenzó una nueva guerra contra el segundo dominador del mundo. Por fin quedó vencido también este enemigo, es decir, se le dominó organizándole, al resolver esta incógnita matemáticamente, y hace aproximadamente unos trescientos años entró en vigor nuestra «Lex sexualis». Cada número tiene derecho a un número cualquiera como pareja sexual.
Todo lo restante ya sólo era cuestión de tecnicismo. En el laboratorio del Departamento Oficial para Cuestiones Sexuales, nos hacen un minucioso reconocimiento facultativo; se determinan exactamente los contenidos de hormonas sexuales, y luego cada uno recibe, según sus necesidades, la correspondiente tabla de los días sexuales y las instrucciones para servirse de ella en estos días con fulana o mengana; a este efecto se le entrega a cada individuo cierto cuadernillo de boletos, billetes o talones rosas, como quiera llamárseles.
De modo que ya no existe ninguna base para la envidia, pues el denominador de la fracción de la felicidad está reducido a cero, mientras la fracción se torna en infinita. Lo que en nuestros antepasados era motivo y fuente de incontables e injustificadas tragedias, lo hemos transformado en una función agradablemente placentera y armoniosa, así como lo hemos hecho también con el descanso nocturno, con el trabajo corporal, con la ingestión de materias nutritivas, con la digestión y todo lo demás. Esto demuestra que la gran energía de la lógica purifica todo cuanto toca. Ojalá también usted, lejano y desconocido lector, pueda reconocer esta fuerza sublime y aprender a seguir en todo momento sus directrices.
¡Qué extraño, hoy he escrito sobre los momentos cumbre de la historia de la humanidad! He respirado durante todo el día el aire más puro e intenso que puede regalarnos el espíritu y, en cambio, en mi interior todo es oscuro, lleno de negros nubarrones, todo está envuelto en espesas telarañas. Como la cruz de una X de cuatro extremidades. O eran mis extremidades, porque por largo rato habían estado frente a mis ojos, mis garras velludas. No me gusta hablar de ellas, las detesto, pues son un vestigio de aquella época hundida ya en lo remoto, la época incivilizada. Acaso es verdad que en mi interior aún...
En realidad quería tachar todas estas frases, puesto que nada tienen que ver con el tema, pero luego he decidido no borrarlas. Mis anotaciones, a semejanza de un sismógrafo, habrán de registrar hasta las más leves oscilaciones de mi mente, pues, de vez en cuando, tales oscilaciones son un aviso preventivo contra...
Pero no, todo, esto resulta absurdo; debería haberlas tachado: ¿no hemos dominado y subyugado todos los elementos?; así ya no puede sobrevenir ninguna catástrofe.
Ahora, por fin, lo veo todo con absoluta claridad: esta sensación tan extraña se debe únicamente a la especial manera en que me enfrento con ustedes. No hay ninguna X en mí (esto es imposible), simplemente tengo miedo de que quede una X en ustedes, mis desconocidos lectores. Pero creo también que, en caso de que la hubiera, por ella no sería ustedes capaz de condenarme. Comprenderán que el escribir es mucho más difícil para mí que para cualquiera de los escritores de la historia de la humanidad. Unos solían escribir para sus contemporáneos, otros para las generaciones futuras, pero hasta ahora nadie ha escrito para sus antepasados, es decir, para unos seres que se parecían a ancestrales salvajes de épocas muy remotas...


Anotación número 6.

SÍNTESIS: Una casualidad. El maldito «claro». 24 horas.


Repito: me he impuesto esta obligación, no silenciar el menor detalle en mis anotaciones. Por ello debo reseñar - aunque me pese - que incluso en nuestro propio Estado no ha terminado el proceso de endurecimiento, de cristalización vital. Todavía estamos algo alejados del ideal. El ideal se encuentra donde ya nada sucede (claro está), pero entre nosotros en cambio... ¿No le sorprendería saber lo siguiente?: hoy leí en el periódico estatal que pasado mañana se celebrará el día de la justicia en la Plaza del Cubo. Esto quiere decir que ha habido un cierto número de individuos que han inhibido de nuevo la marcha de la gran máquina estatal; otra vez ha sucedido algo imprevisto, algo que no entraba en los cálculos. También a mí me ha sucedido algo durante la hora de asueto, es decir, durante el lapso que está destinado a lo imprevisible y, sin embargo...
Volvía a casa a las dieciséis horas o, para ser más exacto, diez minutos antes de las dieciséis horas. De pronto sonó el teléfono.
- ¿D-503? - preguntó una voz femenina.
- Sí, yo soy.
- ¿Libre?
- Sí
- Soy I-330. Pasaré en seguida a buscarle; vamos a ir juntos a la Casa Antigua. ¿Conforme?
¡I-330!... Esta I tiene un algo tentador que me repele y casi me asusta. Mas por esta razón, precisamente, le dije que sí.
Cinco minutos después estábamos en el avión. El cielo era azul como la mayólica: cielo de mayo. El sol cálido nos seguía en su dorado aeroplano, sin alcanzamos pero también sin quedarse atrás. Allá, delante de nuestros ojos, pendía, sin embargo, una nube lechosa, fea y abombada, como las mejillas de un antiguo Cupido, que me molestaba. La ventanilla delantera del avión permanecía abierta, y fuertes ráfagas de viento nos azotaban, resecando mis labios. Inconscientemente los iba humedeciendo con la lengua durante todo el tiempo, sin distraerme en otras ideas.
En la lejanía aparecieron unas manchas turbias; eran las tierras de más allá del Muro Verde. Luego noté un ligero mareo: descendíamos, bajando cada vez más, como en una aguda pendiente: aterrizamos delante de la Casa Antigua.
El edificio carcomido y sombrío estaba protegido totalmente por una gigantesca campana de cristal, pues de lo contrario se habría derrumbado tiempo atrás. Delante de la puerta de cristal se hallaba sentada una mujer decrépita, de avanzadísima edad, todo su rostro no era más que una serie de pliegues. Parecía solamente esbozada, y por lo tanto era increíble que pudiera despegar los labios. Pero nos dijo:
- Qué, hijitos, ¿queréis visitar mi casita? - Su rostro adquirió de pronto una expresión radiante.
- Sí, abuela, he vuelto a tener nostalgia y no podía dejar de venir - respondió.
Las arrugas se contrajeron en una nueva sonrisa:
- Sí, sí..., un encanto. ¡Chica del diablo, eso es lo que eres! Ya sé, ya sé. Bueno, entrad, me quedaré aquí tomando el sol...
Por lo visto, mi compañía debía de ser un huésped o visitante bastante frecuente de esta casa. Por mi parte, sentía la necesidad de sacudirme algo extraño de encima, probablemente se trataba de una impresión penosa..., la de aquella nube en el nítido cielo de mayólica.
- Quiero mucho a la anciana.
- ¿Por qué?
- Pues no lo sé. Tal vez por su boca. O por ningún motivo especial ni explicable. Sencillamente, la quiero.
Me encogí de hombros. Ella prosiguió, mientras una sonrisa bordeó sus labios.
- Me siento culpable. Claro que no debe existir ningún afecto sin un motivo, sólo un aprecio fundamentado en la razón. Todos los elementos primitivos deben...
- Claro - respondí, pero me callé súbitamente. al darme cuenta de haber dicho nuevamente la palabra claro. Miré de soslayo a I. ¿Lo había observado ella... o tal vez no?
I miraba al suelo y sus párpados caídos tenían cierto parecido con unos cortinajes corridos. Automáticamente se me ocurrió pensar: «Al andar a las veintidós horas por las calles, pueden observarse en las casas de cristal profusamente iluminadas y transparentes, aquí y allá, algunas habitaciones oscuras, con los cortinajes corridos y detrás... ¿Qué es lo que hará ella entonces? ¿Por qué me ha telefoneado hoy y qué significa todo esto?».
Abrió una puerta pesada, opaca y chirriante y penetramos en una habitación oscura (¡y a esto llamaban nuestros antepasados vivienda!) Un extraño instrumento musical apareció ante nuestros ojos, un piano de cola, y en toda la habitación reinaba el mismo desorden estructural y cromático que en las antiguas partituras musicales. Un techo blanco, las paredes pintadas de gris oscuro, viejos libros con rojas, verdes y anaranjadas encuadernaciones, unos bronces amarillentos (dos candelabros y una estatuilla de Buda), las líneas de los muebles eran de formas elípticas y confusas, sin que pudieran ser encasilladas en una ecuación cualquiera.
Este caos lo soportaba yo haciendo un gran esfuerzo. Mi compañera, en cambio, debía de tener una constitución más resistente.
- Esta vivienda es la que más me gusta de todas las que hay en la Casa Antigua - me dijo, y de pronto pareció recordar algo. Su sonrisa, parecía mordiente, y hacía brillar sus dientes blancos y agudos -. Es la más fea de todas las viviendas de antes.
- El más feo de todos los Estados de antes - rectifiqué yo -. De aquellos miles de Estados microscópicos, que constantemente estaban en beligerancia entre sí, crueles como...
- Sí, ya sé... - me interrumpió, con voz grave.
Atravesamos una de las habitaciones en la cual había unas camas para niños (entonces los hijos eran todavía propiedad privada). Y luego una estancia, y otra, y otra: espejos relucientes, armarios macizos y enormes, unos sofás de colores insoportables, una chimenea gigantesca y un lecho grande de madera de caoba. Nuestro cristal tan hermoso, transparente, existía sólo pobremente representado en los cristales de unas ventanas bastante opacas.
- ¡Que extraño: aquí las gentes amaban así, «simplemente»..., se enardecían, se torturaban!... - Nuevamente clavó la mirada en el suelo -. ¡Qué despilfarro tan irrazonable y antieconómico de energías humanas!..., ¿verdad?
Sus palabras venían a confirmar mis propias ideas, pero en su sonrisa descubrí durante todo el tiempo una continua incógnita. Detrás de sus párpados semicerrados pululaba algo que me sacaba de quicio. Quise contradecirla, sentía deseos de increparla violentamente, pero tenía que confirmar sus palabras, darle la razón.
Nos detuvimos delante de un espejo. En este instante sólo veía sus ojos. Fue cuando me asaltó una ocurrencia:
«El hombre es tan imperfecto como estas repugnantes viviendas, su cabeza es opaca y sólo dos ventanas diminutas permiten echar un vistazo a su interior: los ojos.» Por lo visto, ella había adivinado mi pensamiento, pues se volvió:
- Bueno, ¡qué!, éstos son mis ojos. - Claro que no lo dijo en voz alta, sino únicamente con la mirada.
Delante de mí, dos ventanas tristonas y oscuras, y detrás una vida ajena y desconocida. Tan sólo podía darme cuenta de que allí dentro ardía un fuego, una brasa, y había también unas siluetas, parecidas a...
Era completamente normal la cosa: veía mi propia imagen en sus ojos. Pero esta imagen reflejada no era nada natural y no se me parecía en nada (seguramente a causa del extraño ambiente que nos rodeaba). Experimenté un profundo horror, me sentí cautivo, encerrado como en una jaula y arrastrado por la violenta turbulencia de aquella existencia remota.
- ¡Oh, por favor! - dijo I -, vaya un instante a la habitación contigua.
Salí de la estancia y tomé asiento. Desde uno de los estantes de libros parecía sonreírme el rostro asimétrico, con nariz aplastada, de un antiguo poeta (me parece que era Pushkin). ¿Cómo es posible que yo esté sentado en este lugar y acepte con indiferencia esta sonrisa? Además, ¿por qué estoy aquí? ¿Y a qué se debe esta extraña circunstancia, este estado?
¿Esta mujer tan incitante, repelente... ese juego tan misterioso?
Oí cómo en la habitación contigua se cerró la puerta de un armario. También me di cuenta de un suave frufrú de seda y necesité toda mi fuerza de voluntad para no entrar, atizado por mis deseos de recriminarla duramente.
Pero ya venía. Llevaba un vestido anticuado, corto, un sombrero negro y medias negras. El vestido era de fina seda y no ofrecía obstáculo a la vista, era transparente, permitiéndome reconocer que las medias le llegaban encima de las rodillas. Su escote parecía desnudo y pude observar la sombra entre sus senos...
- Seguramente pretenderá que yo considere todo esto muy ingenioso, pero... ¿acaso cree realmente que yo?...
- Sí - me interrumpió I -. Ser ingenioso quiere decir ser personal, diferenciarse de los demás. De modo que lo ingenioso, lo original, destruye la igualdad... Lo que en el lenguaje idiota de nuestros antepasados se llamaba banal, lo llamamos nosotros en este caso cumplir con nuestro deber. Pues...
Ya no pude dominarme:
- No hace falta que me diga a mí esas cosas.
Entonces, ella se encaminó hacia el busto del poeta de nariz aplastada, clavó nuevamente la mirada en el suelo y dijo, al parecer muy seriamente (quizá para calmarme), algo inteligente:
- ¿No encuentra extraño que la gente haya tolerado en cierta época a tipos de esta clase? ¿Y no solamente tolerado, sino que los haya incluso venerado? ¡Qué espíritu tan servil!, ¿verdad?
- ¡Claro!... Es decir... yo quería... (¡Este maldito claro!)
- Bueno, bueno, ya entiendo. Y estos poetas eran más poderosos que los soberanos de corona y cetro de aquella época. ¿Por qué no se les aisló, o no se les exterminó? Nosotros, en cambio...
- Sí, nosotros... - comencé, pero súbitamente ella prorrumpió en una irónica carcajada. Recuerdo, ahora, que todo yo temblaba. De buena gana la habría agarrado y ya no sé lo que... Tenía que hacer algo, cualquier cosa, pero algo. Con gestos casi automáticos, abrí mi insignia dorada y consulté el reloj. Faltaban diez minutos para las cinco.
- ¿No le parece que ya es tarde para nosotros? - le dije aparentando, en lo que cabía, la mayor indiferencia.
- ¿Y si le rogase que se quedase aquí, conmigo?
- ¿Pero no se da cuenta de lo que dice? Dentro de diez minutos tengo que estar en el Auditorio.
- Todos los números tienen la obligación de asistir al cursillo de arte y ciencia - dijo I, remedando mi propia voz. Luego alzó los ojos y me miró; detrás de aquellas oscuras ventanas, sus ojos ardían -. Conozco cierto médico del Departamento de Salud Pública; está abonado a mí. Si se lo pido, la extenderá un certificado de enfermedad. ¿Qué le parece?
Comprendí de pronto. Comprendí, por fin, adónde había de conducir todo este juego.
- ¡Sólo faltaba esto! Usted sabrá, lo mismo que yo, que si fuera un número honesto y cumplidor, como los demás, debería ir sin pérdida de tiempo a ver a los Protectores y...
- Realmente sí, pero irrealmente - sonrió con ironía - me gustaría, ¡no puede imaginarse cuánto!, saber si irá o no.
- ¿Se queda aquí? - Extendí mi mano hacia el pomo de la puerta. Éste era de metal y mi voz era tan metálica como aquél.
- Por favor, un instante, ¿me permite?
Se fue hacia el teléfono, marcó un número - yo estaba demasiado excitado para retenerla - y dijo:
- Le espero en la Casa Antigua. Sí..., estoy sola.
Giré el pomo metálico y frío:
- ¿Me permite utilizar su avión?
- Claro... cómo no...
Delante de la puerta de salida, la anciana vegetaba como una planta, bajo el sol. Nuevamente quedé maravillado de que aquella boca que parecía pegada para el resto de la eternidad se abriese, diciendo:
- ¿Y su amiga... está sola en la casa?
- Sí, está sola.
La anciana meneó la cabeza, sin decir una palabra. Incluso su ya debilitada mente parecía comprender cuánta locura y temeridad había en la actitud de aquella mujer.
A las cinco en punto me encontraba en el Auditorio. De pronto recordé que no había dicho la verdad a la vieja. I no estaba sola. Tal vez era esto lo que me martirizaba y me distraía: el hecho de haber engañado involuntariamente a la anciana. Sí..., desde luego, I no estaba sola.
Son las 21.30: tuve una hora de asueto. Habría podido ir aún a los Protectores para hacer la denuncia. Pero esta historia tan tonta me había fatigado. Además, el plazo legal para una denuncia es el de dos veces veinticuatro horas. De modo que hay tiempo hasta mañana.


Anotación número 7.

SÍNTESIS: La pestaña Taylor. El beleño y campánulas.


Es de noche. Verde, naranja, azul, un piano de cola de caoba, un vestido de color limón. Y un Buda de metal. De pronto éste levanta los metálicos párpados y por las cuencas sale jugo. También por el vestido amarillo corre jugo y en el espejo hay pequeñas gotas como perlas, la cama grande y las camitas de niños gotean y dentro de un instante también yo... Un sobresalto angustioso, dulce, me encoge...
Me desperté. Reinaba una luz azulada, uniforme, el vidrio de la pared relucía y también las sillas y la mesa de cristal. Esto me tranquilizó, y mi corazón ya no latió tan agitadamente. Jugo, Buda... ¡qué barbaridad, qué tontería! Tengo la sensación de estar enfermo. Antes jamás soñé. Sueños... algo que nuestros antepasados solían calificar como una cosa absolutamente normal y cotidiana. Claro, toda su existencia era un terrible y agitado tiovivo: verde, naranja, Buda, jugo. Pero, en cambio, nosotros sabemos que los sueños son una peligrosa enfermedad psíquica. Y yo también sé que hasta mi mente funcionaba cronométricamente. Era un mecanismo nítido y brillante en el que no existía ni un granito de polvo, pero ahora...
Sí, me estoy dando cuenta de que en mi cerebro existe un cuerpo extraño, como una fina pestaña en el ojo: uno se siente bastante bien, pero el pelito en el ojo... Ni siquiera por un segundo es posible olvidarlo. Dentro de mi almohada tintinea un sonido claro, cristalino: son las siete, hay que levantarse. A través de las paredes de cristal, a derecha e izquierda, como si fuese el reflejo de mí mismo: mi habitación, mi ropa, mis movimientos se multiplican hasta el infinito. Esta circunstancia me infunde valor, pues me siento como parte de un engranaje en un organismo gigantesco y uniforme. ¡Y hay que ver qué belleza tan completa; ni un gesto superfluo, ni una inclinación, ni un giro innecesario!
Desde luego, Taylor fue sin duda el hombre más genial de todos los tiempos. Claro que su método no llegó a fiscalizar toda la existencia, es decir, cualquier paso durante la totalidad de las veinticuatro horas del día; no fue capaz de integrar en su sistema cada instante del día y de la noche. Y, sin embargo..., ¿cómo pudieron ser capaces las gentes de entonces de escribir bibliotecas enteras sobre Kant, mientras que a Taylor, este profeta con facultades para prever el futuro de diez siglos más allá, apenas le mencionaron?
El desayuno había terminado. A los sones del himno del Estado único, marchábamos ahora en filas de a cuatro hacia el ascensor. Los motores producían un sordo zumbido y descendíamos rápidamente abajo, cada vez más abajo; sentí un ligero mareo...
Nuevamente me preocupó el descabellado sueño, e intenté achacarlo a alguna función oculta en la que aquél tenía su origen y causa. Ayer, al aterrizar el avión, tuve la misma sensación. Aunque sea como fuere, ahora todo aquello se acabó. ¡Basta!
Ha sido un gran acierto mi conducta tan decisiva y brusca frente a ella.
Con el metropolitano me desplacé a la factoría, donde el caparazón esbelto del Integral, aún no fulgurante por su aliento abrasador, permanece en la grada y reluce al sol. Cerré los ojos y soñé en ciertas fórmulas: así, a ojos cerrados, volví a calcular el índice que debía de tener la velocidad de despegue del Integral. Durante cada átomo de segundo ha de transformarse la masa del Integral (despidiendo calor explosivo). Así llegué a una ecuación en extremo complicada con magnitudes trascendentales.
Como en sueños, vi que alguien tomó asiento a mi lado, me dio un leve codazo y murmuró «perdón».
Abrí los ojos y al principio tuve la sensación de que volaba vertiginosamente por el espacio (en asociación con el Integral): era una cabeza que volaba, porque tenía unas orejas bajas, sonrosadas, que tenían apariencia de alas. Luego la curva del doblado cuello, la espalda. Era una figura doblada en dos sentidos, como una S...
Y entonces, a través de los muros de cristal de mi mundo algebraico, me volvió a herir un par de pestañas; ¡qué desagradable para mí, que hoy!...
- Oh, de nada, de nada. - Sonreí y me incliné ante mi vecino, esbozando un saludo. En su insignia brillaba el número S-4711 (seguro que por esta razón le había asociado siempre a la letra S). Se trataba, pues, de una impresión óptica, visual, no registrada por el consciente. Sus ojos relucían, eran dos barreras hirientes y afiladas que giraban cada vez más de prisa para penetrar poco a poco en lo más profundo de mi mente. Dentro de un momento darían contra el fondo y verían incluso lo que yo mismo me ocultaba...
De pronto comprendí lo que significaba el par de pestañas: era mi protector. Lo más sencillo sería confesárselo en seguida todo.
- ¿Sabe usted? Ayer estuve en la Casa Antigua... - Mi voz sonó ajada, como ajena a mí mismo: cascada y titubeante. Carraspeé...
- ¡Oh, eso es magnífico! - me respondió -. Nos puede proporcionar material para unas deducciones verdaderamente instructivas.
- Pero no estuve allí completamente solo. Me acompañó el número I-330 y entonces...
- ¿I-330? Le felicito. Se trata de una mujer muy interesante, dotada de un gran talento. Tiene muchos admiradores.
Ahora me acordé. Él la había acompañado durante aquel paseo. A lo mejor estaba incluso abonado a ella. No, no me sentía capaz de contarle nada de aquello... Era imposible decírselo..., no me cabía la menor duda.
- Es cierto, muy interesante. - Sonreí con una expresión bobalicona, cada vez más acentuada, y me di cuenta también de que mi sonrisa fracasada me ponía al descubierto con toda mi desnudez... con toda mi necesidad.
Las barrenas parecían taladrar hasta lo más hondo de mi ser, luego rápidamente retrocedían. S también sonrió misteriosamente, pero fue hacia la puerta. Abrí el periódico (me parecía que todo el mundo me miraba). Una noticia llamó especialmente mi atención; me afecté tanto, que por su texto olvidé el par de pestañas, las barrenas y todo lo demás. Se trataba de una noticia breve.
«Como se ha sabido por fuentes bien informadas, se descubrieron los indicios de una organización que hasta ahora no se ha podido desmembrar, cuya finalidad es liberar a los números del benefactor yugo del Estado».
¿Liberación? Resulta sorprendente darse cuenta de lo intensos y poderosos que son los instintos delictivos de la humanidad. Y lo digo a plena conciencia: delictivos. Pues los conceptos de libertad y delito están tan estrechamente vinculados como... digamos, por ejemplo, como el movimiento de un avión con su velocidad: si la velocidad de un avión es cero, entonces éste no se mueve; lo cual es absolutamente cierto. Si la libertad del hombre es cero, entonces no comete delitos. El único medio de preservar al hombre del crimen es salvaguardarse de la libertad. Apenas lo hemos conseguido, ya vienen unos miserables tunantes y...
¡No, no lo comprendo! No concibo por qué no fui ayer mismo a ver a los protectores. Pero hoy lo haré, sin falta, tan pronto como hayan dado las 16 horas...
A las 16.10 me marché de casa y en la esquina más próxima encontré a O. Me alegra haber tropezado con ella; así podré consultarle el caso - pensé -, pues tiene un sano sentido común. Seguramente me comprenderá y podrá ayudarme.
¡Pero si no necesitaba ninguna ayuda: la cosa estaba firmemente decidida!
Las chimeneas de la fábrica de música entonaban con estruendo el himno del Estado único, la marcha cotidiana. ¡Cuán agradable y satisfactoria es esta marcha de cada día!
O me cogió del brazo.
- Vamos a dar un paseo.
Sus ojos redondos y azules miraban abiertos y despejados; parecían dos ventanales grandes y claros, y sin obstáculo alguno yo podía penetrar en ellos sin tropezar con nada enigmático. Nada se ocultaba detrás, nada ajeno ni superfluo, absolutamente nada.
- No, no tengo tiempo, tengo que... - le dije adónde pensaba ir.
Pero cuál no sería mi sorpresa al observar que la boca redonda y rosada se convirtió en una media luna, con los vértices señalando hacia abajo, como si hubiese ingerido ácido. No pude disimular mi indignación:
- Ustedes, los números femeninos, estáis por lo visto incurablemente taradas por prejuicios, no tenéis la menor capacidad para el pensar abstracto. Perdóname, lo considero una insensatez.
- ¡Usted va con la intención de codearse con espías... bah! En cambio, yo he estado en el museo botánico y le he traído un ramito de campánulas
¿Pero por qué «en cambio, yo», por qué este «en cambio»? Sí, sí, es el eterno femenino.
Enfurecido (sí, lo confieso, estaba furioso), acepté las campánulas diciéndole:
- Tome, huela un poco estas flores. Tienen buen olor, ¿verdad? Menos mal que posee bastante sentido de la lógica como para darse cuenta de esto: las campánulas tienen un aroma agradable. ¿Pero acaso puede esto decir lo mismo del concepto olfato, de si éste es bueno o malo? ¿Verdad que no? Hay aromas de campánulas y existe también el desagradable olor del beleño: los dos son olores. El Estado de nuestros antepasados tenía espías... y nosotros también los tenemos. Sí, sí, espías. Yo no le temo a esta palabra, pues es evidente que el espía de entonces, en aquellas épocas era el beleño, y, en cambio, los nuestros son las campánulas. Sí, las campánulas.
La medialuna sonrosada se contrajo. Supuse que estaba sonriendo, aunque ahora sé que tan sólo fueron figuraciones mías. Por eso dije con voz más fuerte:
- Sí, campánulas. Nada hay de risible en ello, absolutamente nada.
Nos cruzábamos continuamente con unas cabezas calvas y redondas, todas se volvían sorprendidas. O me tomó del brazo cariñosamente:
- Está usted muy raro, hoy. ¿No estará enfermo?
El sueño, el vestido amarillo... El Buda... Claro, tenía que ir al Departamento de Salud.
- Sí, realmente estoy enfermo - afirmé con gran satisfacción (¡qué contradicción tan inexplicable!). ¿Por qué me alegraba?
- Pues entonces tendrá que ir cuanto antes al médico. Ya sabe que tiene la obligación de conservar la salud... Resultaría ridículo que precisamente yo se lo tuviera que aconsejar y recordar.
- Desde luego, tiene usted toda la razón, mi querida O, toda la razón.
Así es que no fui a ver a los Protectores. No había otro remedio que encaminarse al Departamento de Salud. Allí me retuvieron hasta las 17 horas.
Por la noche vino a visitarme O (además, los Protectores no están por la noche). No corrimos las cortinas verdes, en cambio nos pusimos a resolver los problemas de un antiguo libro de matemáticas, pues una ocupación de esta clase tranquiliza y purifica el espíritu. O-90 se inclinaba encima de su libro, mantenía la cabeza ligera.



más información:


http://es.wikipedia.org/wiki/Yevgeni_Zamiatin